Cuando la vida te despeina y te regala un caballo
Fui por Ciudad Obregón, Los Mochis y Hermosillo, acompañada de mi querida Fernanda, una mujer que camina con la certeza suave de quien ya habló con el alma muchas veces.
Ella junto con Mariana, otro ser maravilloso, su socia, me invitaron a sumarme Equilibrihum, proyecto luminoso de constelaciones y coaching asistido con caballos que ambas dirigen. Y yo, que crecí con la idea de que los caballos eran animales lejanos, enormes, casi sagrados y un poco de miedo… de pronto me encontré ahí, a unos centímetros de ellos, con el corazón latiendo como si fuera a decir algo importante. Y lo dijo. Lo dijo sin palabras.
Yo había imaginado mil cosas en la vida, pero jamás besándole el hocico a un caballo. Ni hablándole directo a los ojos, como quien confía un secreto. Y ahí estaba yo, haciéndolo, sin pensarlo, sin planearlo. Como si la piel supiera un camino que la mente todavía no entiende.
Entre el sol ardiente del norte, el silencio que acaricia más que cualquier palabra, y el verde de los árboles moviéndose despacito, conocí a El Comandante, el caballo que vino a robarme el corazón sin pedir permiso. Él se acercó primero, curioso, suave, con esa inteligencia que tienen los seres que ya han visto muchas almas pasar. Olfateó mis manos, como quien revisa la historia que traes encima, y luego apoyó su cabeza en mí con una confianza que me desarmó. Yo pensé, que iba sólo como terapeuta, nunca que era yo quien iba a aprender algo, pero El Comandante tenía lecciones propias: no temas, siente; no pienses tanto, acércate; no huyas, aquí estoy.
Qué maravilla estar tan cerca de un ser tan grande y al mismo tiempo tan delicado.
Los caballos no juzgan, solo escuchan con el cuerpo entero. Son espejos. Son brújulas. Son hogar con patas.
Y ahí, bajo el sol que casi dolía y a la vez sanaba, me di cuenta de que la vida siempre encuentra formas inesperadas de sorprendernos. Las creencias, los miedos, esos cuentos viejos que nos repetimos… se desvanecen cuando la experiencia nos muestra que podemos más, que somos más, que sentimos más.
En el norte, acompañada de Fernanda, de su sabiduría generosa, y de este nuevo mundo que se abrió entre relinchos suaves, encontré una versión mía más libre, más verdadera y más enamorada de lo simple.





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